viernes, 9 de febrero de 2007

Desliz: un cuento urbano, bien porteño.

Bondi


Se iba nublando el cielo en esa noche de febrero, y a Chavo le pareció ver relampaguear en un costado de su visión, así que prendió un cigarrillo, esperando que aparezca el colectivo por esa curva lo antes posible. La avenida tenía un tránsito fluido a pesar de que tocaban las diez de la noche. Chavo subió el volumen de su música mientras buscaba los relámpagos sobre el río.
“Los muy forros deben tener muchos choferes de vacaciones, y ponen un colectivo cada media hora. Total los giles nos mojamos”. Ya estaba protestando porque probablemente se podría llegar a mojar en las dos cuadras que tiene que caminar para llegar desde la parada hasta su casa, si es que se larga a llover. “Los muy forros sacan bondis de este ramal porque viene de Ciudad Universitaria, total como estamos en febrero no viene nadie a la facultad”
- Hijos de puta – dijo, y se sorprendió de haber apalabrado ese pensamiento.
Por fin reconoció a lo lejos que se acercaba a toda velocidad un colectivo, pero con lo ciego que estaba no podía distinguir si era el 37 u otra cosa. Levantó la mano, por las dudas, y preparó las monedas.


Se coló un vientito fresco, diría que tiene olor a Mar del Plata, o a alguna localidad donde golpea el mar. Mi mano se deslizó por el bolsillo y descubrió un bulto tibio que se erizaba junto a las monedas. Encontré el boleto y se lo pasé al chancho, que le hizo un pequeño orificio con una maquinita metálica. El chancho me miró con cara de pared, me devolvió el boleto y se perdió entre la gente. Lo seguí con la mirada, un poco enojado por haberle hecho eso a mi boleto. Descubrí por ahí una espalda preciosa, que aparecía y desaparecía conforme el bondi se movía, aceleraba y frenaba. Detuve la mirada unos instantes en esa imagen. La mujer que me jugaba a las escondidas en el fondo del colectivo me produjo una atracción instantánea. Me hice el idiota y me fui corriendo hasta su lugar, al fondo de la unidad, acercándome pocos pasos por vez, tratando de que mi treta no sea descubierta, mientras pensaba que no recuerdo haber tenido una erección tan linda en un colectivo desde que mi edad tenía un 1 adelante.


Echó ocho monedas en la máquina, las ocho peores que encontró en su montón, obtuvo su boleto y se fue pisando gente hasta encontrar unos centímetros libres hacia el medio del colectivo. Subió la música un poco más, porque ahora que estaba arriba, el ruido del motor le tapaba un poco el sonido. Miró a su alrededor, complacido porque le tocó un colectivo lleno de chicas que salían del CBC. Hizo una especie de escaneo rápido, clasificó y archivó ubicación, edad aproximada y número del 1 al 10 para calificar a cada una de las chicas que descubrió. Se jactó de haber calificado con una nota de 6 o más a 5 chicas, lo que era un excelente promedio. Agradeció con una sonrisa al cielo, y volvió a mirar para asegurarse de no haber fallado.
El colectivo se detuvo bruscamente y Chavo se cayó de su pensamiento, para automáticamente mirar hacia delante, acto reflejo. Se sorprendió de ver a un guarda que subía al colectivo. Un hombre grande, de unos 60 años, canoso y de caminar difícil. Se sorprendió porque creía que la profesión se había extinguido con el menemismo, pero el viejo tomó la picadora del soporte de su cinturón, y comenzó a trabajar. Tenía cara de pared el viejo, y el uniforme gris un poco sucio. Hasta le pareció al Chavo que la imagen del guarda picando boletos tenía mucho de cinematográfico, con las luces amarillentas del colectivo y la maquinita picadora brillando impoluta en la mano fofa del anciano.
Le tocó el turno a él de pasar el boleto, y tuvo que buscarlo a las apuradas porque se había colgado viendo al viejo con esa cara de sartén, haciendo algo que deberían haber dejado de hacer hace unos 15 años más o menos.
- Boleto pibe – repitió el anciano.
El Chavo se apuró a encontrarlo, y por fin le entregó el papel al guarda.
- ¡Ay!, tené cuidado – una voz de mujer estalló muy cerca de su oído.
- La estás pisando pibe – advirtió el guarda, con el boleto listo en la mano gris.
- ¿Cómo usas los pies así? - le preguntó Chavo a la mina, que se retorcía un poco del dolor. Chavo le señaló el pie, totalmente desprotegido por unas sandalias jiponas.
-¿No tensé miedo, en un lugar así, que suba alguien con una pata como la mía y te destrocen el pie?
Chavo esbozó una sonrisa fácil, que resumiera su estúpido sentido del humor, y que además expresara un poco el “disculpame”.


Lo vi subir, claro, pero me hago la tonta. No quiero ni verle la cara.
Uh, se acerca.
¡Ja!, al boludo se le caen todas las monedas.
¡Jaja!, tiene que juntarlas entre las patas de las viejas.
Mejor me voy más al fondo, que no se me acerque porque lo mando a la mierda y armo un papelón.
Para colmo esta radio está pasando una música horrible, y la locutora gorda habla y habla.
¿Sabrá que empecé el CBC? Capaz que la llamó a Betina y el caradura le preguntó y la muy boluda de Betina le dijo que yo empezaba esta semana.
Para colmo este colectivo lleno hasta la manija, no consigo un asiento ni haciéndome la embarazada.
Bueno, listo, se quedó ahí.
¡Ah, este tema está bueno!
- Estoy escuchando algo que dice más o menos así: – trata de hacer que su voz se parezca a la de Calamaro, y me canta al oído “nunca me podré alejar de ti”
- ¡Ay, yo estoy escuchando la misma canción!
Siento su mano que se escurre como un pescado entre la mía, y me agarra fuerte. Yo me desisto a dar vuelta la cara, me gustaría desaparecer, hacer estallar el colectivo en el medio de la avenida, pero aprieto su mano un poco, demostrándole que no quiero que me suelte. Me niego a dar vuelta la cara y encontrarme con sus ojos que me miran como desde la frontera, esos ojos preciosos que me mostraron lágrimas el sábado, y que me pedían por favor como un gatito, por favor un plato de leche. Lo miro, atontada, y encuentro la cara de Diego antes de que fuese el Chavo, como cuando tenía 10 años menos, como cuando nos conocimos en la esquina del colegio y yo le pedí un beso, y él apoyó sus labios en los míos y yo lo besé con gusto a tutti fruti.
Me abrazó y ni siquiera hizo falta que me pidas disculpas porque ya estabas disculpado cuando te subiste a este colectivo, mi amor.
Encontró un asiento vacío más adelante, y me llevó de la mano. Me hizo sentar en sus piernas, mientras me daba besos y me acariciaba la mano.


Se paró detrás de ella, con un movimiento profesional, sin ser descubierto. Cada vez que le salía, que la chica no se daba vuelta, se felicitaba a sí mismo. Mantuvo esa posición de víbora un momento, agazapado detrás de la chica, y luego miró a su alrededor. No desentonaba. El colectivo estaba lleno, y no encontró ninguna mirada de reprensión. Una vieja tejía cerca de ellos, con la vista puesta pura y exclusivamente en el quehacer tremendo de las agujas y las vueltas de lana. Aspiró profundo, acercando un poco la nariz a la espalda de la chica. Un leve extracto de flores, un perfume cálido de tardes de Palermo. El cuello de su víctima se elevaba delicado, con líneas suaves y firmes. Estaba custodiado por un collar de perlas falsas, y como tenía el pelo recogido, aumentaba la cantidad de cuello que podría besar, si eventualmente se dejara besar.
La chica escuchaba su música, estaba perdida en su mundo, quién sabe si a esta altura ya se hubiese percatado de la presencia del Chavo detrás de ella, injustificadamente cerca, oliéndole el cuello con impunidad. Quién sabe si ella había sido advertida por la vieja que tejía, o si había visto el reflejo de Chavo en los vidrios del colectivo, impunemente cerca de su cuello, listo a atacar como una víbora de cascabel. Quien sabe si no se había dado cuenta ya, y aun así dejaba que la desearan y jugaran con su cuello precioso, custodiado por un collar de perlas falsas.


El colectivo pasó por la puerta del Hotel Parlamento, que deslumbraba tristemente con sus tres estrellas de color azul neón. En ese hotel berreta, en la pieza 25, habíamos cogido como animales una tarde de lluvia. Me acuerdo que después, cuando se despertó, me llevó a caminar por la Plaza Congreso. Ya no llovía, pero el cielo de color mármol se confundía con las paredes del edificio del Congreso, y sus palomas cagaban a los transeúntes que pasaban por ahí. Nosotros nos sentamos, como ahora, en un banco de la plaza, y yo le hice cosquillas mientras esperábamos que saliera el sol.


Tocó el timbre del colectivo ahí, en el medio de mi preciosa erección. El bondi siguió andando un rato, sin bajar la velocidad. Toqué timbre, y ella se dio vuelta y me miró con furia, como si le hubiese pegado una cachetada, o algo así.
- Pensé que el chofer no te había escuchado, porque como siguió andando y parece que no... – Chavo se cayó la boca, y la siguió mirando, sin bajar la vista.
Y ella también lo siguió mirando, con una puteada en la boca, pero lo siguió mirando, por un rato que le pareció largo.
Se dio vuelta repentinamente y se bajó.
Chavo quedó ahí una fracción de segundo, como reponiéndose de la bofetada que ella no le dio. Y por fin reaccionó. Bajó del colectivo de un salto, porque ya el mecanismo para cerrar la puerta había sido accionado. Llegó con una pierna al suelo, pero el impulso y la puerta le jugaron una mala pasada. El pie izquierdo quedó arriba del colectivo, atrapado. Se fue de bruces al suelo, aparatosamente. Alguien, desde el colectivo, se tomó la cabeza. Otro le dijo pelotudo. Un nene que pasaba por la vereda se echó a reír.
Chavo, desde el piso, gritó ¡pará!


Viajero cósmico, 09/02/07